Durante más de una década, las plataformas de streaming fueron presentadas como el futuro indiscutido del entretenimiento. La promesa era clara: todo el contenido, en cualquier momento, al alcance de un clic. Pero la utopía digital empieza a mostrar sus límites. Hoy, la llamada fatiga del streaming no solo es una tendencia en estudios de consumo: se está convirtiendo en un síntoma del desencanto con un modelo que se vendió como revolucionario, pero que terminó replicando viejos vicios de la industria.
La proliferación de servicios pagos —cada uno con su catálogo exclusivo y su cuota mensual— derivó en una fragmentación que genera frustración más que libertad. Lo que antes se percibía como comodidad, ahora se vive como una carga: demasiadas plataformas, demasiadas contraseñas y, sobre todo, demasiados gastos. El dato es elocuente: el gasto mensual promedio de los estadounidenses en streaming cayó de 55 a 42 dólares en un año, según RadioInk. Una señal clara de que los usuarios están empezando a ajustar cuentas con esta economía de la suscripción permanente.
En ese contexto, la radio —un medio tantas veces dado por “muerto”— recupera vigencia. No porque compita en la misma liga tecnológica, sino precisamente porque ofrece lo contrario: simplicidad, acceso libre y la familiaridad de un hábito que resiste el paso del tiempo. Mientras las plataformas luchan por retener abonados, la radio se mantiene encendida, acompañando sin pedir tarjetas de crédito ni actualizaciones de software.
La lección es evidente: la innovación no siempre implica abandonar lo viejo, sino revalorizar lo que funciona. La radio nunca dejó de ser confiable, económica y cercana. Y ahora, en medio del cansancio digital y la presión económica, vuelve a encontrar un espacio para demostrar que la modernidad no siempre gana por acumulación, sino por pertinencia.
En tiempos de saturación tecnológica, el retorno a lo esencial parece ser, paradójicamente, la verdadera innovación.
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